Tengo un amigo que se
llama Floro, nunca me he atrevido a preguntarle de donde viene ese
apelativo, porque tiene un defecto; se mosquea con nada.
Nació Floro en una de
esas ubicaciones imposibles que terminan recibiendo el título de
“Parque Natural” “Espacio protegido” o “Reserva del no se
qué”.
Es un pueblo perdido en
el culo del mundo (bueno eso era antes), donde hasta el más tonto
era capaz de traer a casa algo para la cazuela, y en muchas
ocasiones, sin gastar un solo cartucho.
Los hombres y mujeres de
la localidad, aún eran auténticos, tanto los más bonachones, como
los de mala baba. Evidentemente siempre hubo disputas, sobre todo por
los lindes de las cuatro tierrucas que había próximas al pueblo,
pues el resto todo era monte.
Como la gran mayoría,
estudió, gracias al esfuerzo de sus padres, incluso pudo asistir al
colegio en régimen interno en la capital; de este modo, paso a paso,
podemos decir que sus estudios le separaban cada vez más de sus
raíces.
Era Floro un hombre
eminentemente de campo, pero tras elegir la carrera de periodismo,
las posibilidades de quedarse en el pueblo eran remotas; si a esto le
unimos que por diversas circunstancias, su familia optó por rehacer
su vida en una gran ciudad, estamos hablando de hechos consumados.
Aparecer de pronto en una
gran ciudad, no es un plato de buen gusto para casi nadie, de modo
que les hay que se adaptan al fluir de la corriente laboral y les hay
que no se conforman, y buscan con ahínco su lugar. Floro es de
estos últimos y ese esfuerzo diario y las noches en vela fueron
dando poco a poco sus frutos.
En lo laboral, fue
creciendo a la par que su nombre salía del anonimato, para
incorporarse al elenco de personajes conocidos e incluso medianamente
influyentes de la ciudad.
Las cosas parecían
sonreírle, pues durante ese tiempo conoció a la que hoy es su
señora, y como la vida sigue su curso, fueron viniendo los hijos,
los nietos y los inconvenientes que siempre surgen hasta en los
mejores hogares.
Era esta familia de las
previsoras, de las que no gastan más de lo que tienen, y de las que
ponen el vino a enfriar, por si hay visitas inesperadas. De modo mes a mes,
año a año, consiguieron hacer crecer los dígitos de una cartilla,
depositada en un famoso banco.
Con el tiempo, su hombre
de confianza, les ofreció un producto que cumpliendo la máxima de
Floro “cero riesgos”, les ofrecía alguna ganancia más, que la
que obtenía por mantener su dinero en la cuenta corriente.
No pasó mucho tiempo,
cuando estando Floro en la redacción de su revista, le tocó
supervisar, el artículo del encargado de la sección e economía que
tenía por título: “Preferentes, ya no os quiero”. Así,
a palo seco, le dio la risa, pero para cuando terminó el artículo,
le había mudado el color de tal manera, que llamó enormemente la
atención de alguno de sus colegas.
Tras varias llamadas
infructuosas, y tras varias visitas al banco, pudo constatar con
incredulidad, que la totalidad de sus ahorros, se había evaporado;
pudo constatar también que al parecer no era el único al que le
habían engañado con falsas promesas. No era Floro un hombre
especialmente desconfiado, tampoco era un especialista en fondos ni
otras historias; para eso estaba su contacto en el banco, su “hombre
de confianza”.
La ley de Murphi se
cumple a menudo, pero más, cuanto más negativo es el suceso. No
pasaron ni tres meses cuando otra noticia vino a golpear de nuevo a
nuestro hombre; la revista no pagaba a los trabajadores, y la cosa
pintaba mal.
Tanto Floro como sus
compañeros, sacaron pecho y siguieron trabajando sin cobrar; hubo
cambios y mi amigo tomó las riendas. De nuevo volvieron las noches
en vela de sus comienzos y los trabajos a deshora; pero los que
controlan esta crisis, no están por la labor de reflotar, sino de
hundir, y llegó el día del cierre final.
Son otros tiempos, los
gobernantes, al amparo de las multinacionales, juegan a la
perfección el servil papel de traidores a la ciudadanía; de modo,
que con una compensación tan pequeña, después de meses sin cobrar,
y sin los ahorros de toda la vida, Floro se echó las manos a la
cabeza; curiosamente, no pensó en él, sino en cómo se las apañaría
su compañero Sergio con tres hijos y una hipoteca, o Dani, al que ya
no le llegaba para pagar la residencia de su padres ambos con
alzheimer.
Me cuentan los amigos,
que hoy Floro es un hombre básicamente feliz; vive de lo que le dan un par de
parcelitas que heredó de su padre y de una tía; los gastos de la
gran ciudad han desaparecido, el agua la obtiene del mismo pozo, que
escavó con sus manos el abuelo Ignacio; han pasado muchos años,
pero en el río aún cae algún pez; sigue habiendo animales en el
monte, amén de avellanos, castaños y otros árboles que
proporcionan frutos silvestres.
Floro, que ha vuelto a
sus orígenes, y aunque ya no sea capaz de adivinar el tiempo que hará
mañana; observa con desconfianza el rastro que dejan los aviones en
el cielo de madrugada, y se pregunta cuanto tiempo pasará hasta que
los de las preferentes ataquen de nuevo.