¡Fin
de semana!.
Se
presenta por delante un día excelente, pues a pesar de la ola de
calor (ahora las tenemos día
sí y día también), hemos
decidido que nos vamos a Villalfeide de modo que con mucho ánimo y
con la idea de pasar la mañana, nos presentamos en este conocido
pueblo leonés próximo a la montaña para hacer gran parte de la
carrera que se celebrará en poco más de un mes. El grupo se divide
entre los que van a entrenar y los que vamos a disfrutar, de modo que
como siempre me quedo más solo que la una.
Con
el consiguiente “yo voy tirando”, tomo la ruta prevista mientras
los demás se van en sentido contrario, se nota calor, pero no mata,
de modo que bien provisto de cortavientos, agua, regaliz y una buena
carga de energía doy mis primeros pasos.
No
hay hoy mucho ambiente que digamos, aunque nada más tomar los
polvorientos senderos que me llevarán a la cumbre me doy de morros
con una muchedumbre con cuernos que ha dejado el suelo perdido de
boñigas, hasta el punto de que se sabe donde pisar. Evidentemente,
uno ya está habituado e incluso diría agradecido ante estas
estampas y estos olores camperos que traen recuerdos de otros
tiempos.
Comienzan
los desniveles de momento suaves, van apareciendo las primeras rocas
y a lo lejos vislumbro una pareja donde la chica parece traer
muletas, pero a medida que se acercan, veo que no, que es un bastón,
lo que ocurre es que viene muy tocada y dolorida, lo que atribuyo a
una palpable falta de experiencia. Pegamos la hebra unos minutos y
me entero de que efectivamente ella es primeriza y él, un corredor
de triatlón experimentado y participante esporádico en carreras de
media montaña o lo que se tercie.
Con
un ¡hasta luego!, cada uno sigue su ruta y tras la primera curva
observo otro individuo o más bien individua como a un kilómetro
para arriba; se ve a la perfección que el ritmo que lleva es lento,
y a medida que me voy acercando, intuyo que por la pinta, será
alguien del pueblo que está de paseo o en busca de alguna hierba de
las que a veces se encuentran por estos lares.
Llego
a su altura y resulta ser una señora de edad indefinida a la que
saludo con un ¡Buenos días!, y que sin mediar otra palabra me
espeta: “¿Oiga joven va usted al pico?”; ¡sí! le respondo,
“¿al Polvoreda?, ¡sí! Respondo de nuevo; “¿no le importa que
le acompañe verdad?”...
Me
quedo de una pieza; no es que sea yo de los que llevan gasolina
súper, no soy de los que van sobrados, cojo mi ritmo y para arriba,
hasta donde llegue, pero ¿ir con esta señora?.. ¡No! ¡Que me va
a importar! respondo casi sin saber lo que me digo.
El
ritmo no puede ser más llevadero, pues la señora en cuestión cada
cincuenta metros más o menos se toma un ratín de descanso, con lo
que calculo que a este paso necesitaremos unas cinco o seis horas
para llegar arriba, de modo que me armo de paciencia mientras voy
escuchando diversos relatos sobre su vida.
-“Tengo
un hijo que corre ¿sabe?” por eso estoy aquí, por si necesita
algún consejo, porque yo hace años me pasaba escalando todo el día.
No
entiendo muy bien como pasó, pero entre más se empinaba la cosa más
trabajo me costaba, hasta que llegó un punto en que sudaba a mares
mientras la señora hablaba y hablaba sin parar y lo más curioso,
sin parar de trepar; es como si le hubieran quitado veinte años y me
los hubieran puesto a mí que era el que necesitaba ahora algún
descanso extra.
-“Perdona
hijo pero es que me pongo a darle a la lengua y me olvido del mundo”.
“Como te iba diciendo, Gorka, se está aficionando a esto de las
carreras, incluso está organizando una por las barranqueras, que
tiene a todo el pueblo en pie de guerra”.
¿Barranqueras?
– Pregunté yo.
“Si,
es que aunque soy de Valladolid, vivo en Toro, y allí no tenemos
montaña ¿sabe?, lo único que tenemos para subir y bajar son las
barranqueras, que vienen a ser como esas montañas de basura que se
ven a veces en la tele, pero algo más largas, así que sumando
varias al final tendremos suficiente desnivel”. “Está todo el
pueblo ilusionado y el Alcalde con muchas ganas por hacer cosas donde
se implique no solo la juventud, sino todo el pueblo”. “Nos ha
dicho que dinero no hay mucho, pero que va a hacer todo lo que pueda
por llevar el proyecto adelante”.
A
estas alturas de la película yo ya no puedo seguirle el ritmo, tengo
una pequeña presión en el pecho que me asusta, piernas y brazos no
van, y necesito constantemente aire, mientras que ella va unos metros
por delante hablando y hablando y intuyo que aflojando el ritmo de
vez en cuando para que la de alcance.
¡No
puedo más!, de modo que armándome de valor, señalo el pico con la
punta del bastón y le digo que yo me voy por la derecha, que bajo
porque se me ha hecho algo tarde y me esperan en el pueblo; ella me
dice que “vale” “vale”, pero en cuanto giro se pone a mi
lado, ¡qué digo a mi lado!, de nuevo se vuelve a poner en cabeza
sin aflojar el ritmo, y cuando la cosa se pone técnica y hay que
poner las manos, en un santiamén desaparece de mi vista y me quedo
con una cara de idiota y con unas ganas de llorar que me dejan
paralizado y angustiado durante varios minutos.
Ya
casi en los prados, aparece alegre y vivaracha tras de mí y me dice
que ya de venir, le apetecía subir hasta arriba, de modo que
mientras yo bajaba ella había subido y me había vuelto a coger
¡chúpate esa!.
Ya
en la pradera me indica un lugar a la sombra y de un petate que lleva
como una especie de toalla enrollada sobre sí misma, saca como media
hogaza, chorizo, una bota de vino y unos filetes empanados, que me
dan la vida y me permiten recuperar la salud que no la moral; es
entonces cuando me fijo por primera vez en ella; es entonces cuando
caigo en la cuenta de que el que está a punto del jubileo soy yo, y
es en ese instante cuando me percato de que una vez más he vuelto a
juzgar, por la pinta, por la indumentaria, por el exterior olvidando
que lo importante es el contenido.