Hace ahí fuera un día
de perros, en breve tendremos fuego en la chimenea que por estas
fechas siempre procuramos dejar lista por si los fríos; llueve y
hace viento a partes iguales, aunque aquí dentro se está la mar de
bien, excepto que anoche tuvimos invitados sorpresa que no deseábamos
para la cena; y como consecuencia, aquí me encuentro impedido
sentado en mi silla de cuatro patas con un par de cojines bien
pegados a la espalda para darme acomodo.
Doña Lumbalgia y doña
Ciática son así de imprevisibles, llegan sin invitación, se
instalan a sus anchas, cenan contigo, duermen a tu lado, se levantan
al mismo tiempo que tú y te siguen a todas partes durante 24, 48, 72
e incluso más horas si ese es su capricho.
No sirve de nada quejarse
porque son capaces de ponerte las cosas peor que estaban, de modo que
sabiendo que son irreductibles, lo mejor es dejarles que se alojen a
su bola y esperar que cojan la puerta de la calle lo antes posible.
No tengo ahora mismo el
cuerpo para muchas florituras, esta mañana me he visto reflejado en
el espejo y por un momento recordé al jorobado de Notre Dame. Me es
imposible describir que tipo de posturas adopto cuando intento
caminar, de modo que me pongo en el lugar de los demás y puedo hasta
comprender porqué se ríen, pero aún así, no puedo negar que me
fastidia.
Me viene a la memoria que
justo en estos instantes en que pienso en mis limitaciones, tengo
algunos amigos que llevan compitiendo un montón de horas, en una de
las pruebas más duras que existen ahora mismo en el mundo, y me
pregunto si no se cambiarían por mí en estos instantes que van
camino de los trescientos kilómetros de carrera con agua, frío y
posiblemente nieve y con total seguridad, un montón de problemas
musculares. Yo desde luego no me cambio ni loco, seguramente porque
yo no he pedido lo que tengo, mientras que ellos si que están
haciendo lo que desean.
Me da por recordar una
conversación que he mantenido con un conocido no hace ni dos días
sobre las carreras por montaña; que si algunos andan más que
corren, que si dañan la naturaleza, que si los ritmos y un sinfín
de impedimentos con tal de no catalogar este tipo de carreras como
atletismo o simple deporte. Mi respuesta no pudo ser más directa
“¿No tendrás envidia?, por supuesto me contestó que ni hablar, a
lo que yo le recordé que muchos atletas que ahora se han pasado a
este tipo de carreras antes decían lo mismo y los que han aguantado,
ya saben de que palo va esto.
No pude dejar de matizar
que los que yo conozco, los que no son sucedáneos, los que están
lejos de los imitadores de turno, me han demostrado en cada ocasión
ser los más fieles aliados, no solo de la montaña, sino además de
su entorno, porque en cierto modo no dejan de ser unos enamorados de
estos paisajes por los que discurren parte de los mejores momentos de
sus vidas.
Mi defensa terminó
aludiendo al valor que hay que demostrar, no solo ya para competir,
sino simplemente para apuntarse a una carrera de más de 330kms sin
saber si podrán con ella; y ese acto de valentía (si valentía,
locura o miedo que más da), es para mí el comienzo de la
construcción de estos chicos que van camino de convertirse en
gigantes; algunos no podrán completar todo el recorrido, e incluso
algunos ya no volverán más, pero otros dirán aquello de “para
el año que viene te espero”.