Esta noche, las
musasarañas me avasallan, el sueño me rehuye y de pronto me veo
sumando recuerdos de épocas muy lejanas; una mezcla de imágenes
y sensaciones en mi cabeza que temo explote en cualquier momento.
Me he visto enrollado en
una enorme manta a la puerta de la casa, esperando seguramente a que
lleguen mis padres del cine para dejar de berrear. A mi lado mis
hermanos hartos seguramente de aguantarme y sin saber qué hacer para
entretenerme a estas horas de la noche.
Me he visto ágil, dando
patadas al aire, gritando a pleno pulmón, agitando las manos y
disparando mi mirada a todo lo que hay a mi alrededor.
Más tarde yendo al cole
con otros niños de mi barrio y parando cada pocos metros por culpa
de algún juego que a día de hoy no entiendo. Veo la fila, los
pellizcos, las risas, los capones y la ilusión a pesar de los once
bajo cero. Hoy la lección versa sobre la fiesta; sale en la tele “El
Cordobés” y el silencio es sepulcral, pues a nadie se le
escapa que Don Manuel tiene la vara larga en la mano derecha que
reposa dulcemente sobre su siniestra, dispuesta a salir disparada
como un cohete hacia el primero que ose enturbiar el grandioso
espectáculo que después de las historias sobre nuestro salvador
Francisco Franco es lo que más contento pone al maestro.
Me veo corriendo entre
los árboles del parque de San Francisco, jugando a las canicas, al
tacón, al clavo, al pañuelo, a España número uno, las pelis, el
trompo o patinando sobre las pequeñas pistas de hielo siempre
atrayentes, placenteras, dispuestas, incluso preparadas para soportar
nuestros traseros o las menos de las veces incluso nuestro cogote que
no veas el daño que hace.
Nos subimos a los
columpios, y jugamos a saltar cuando alcanzamos la mayor altura
posible. Me veo dando un giro completo de casi trescientos sesenta
grados y cayendo por el otro lado sobre la tierra húmeda, me noto
sin aire, con un dolor terrible en el pecho y una opresión que me
impide respirar. Pero somos niños y afortunadamente tras pasarlas
canutas tal vez poco más de un minuto, el aire vuelve y los gestos
de admiración de mis compañeros por proeza, me llenan de orgullo.
De pronto ya no soy un
niño, sino un universitario, y me revelo ante la chulería de
algunos catedráticos que se creen dioses en vez de educadores, me
revelo ante los directores que practican la dictadura en vez de la
gestión, pero a cambio, me maravilla la grandeza de algunos docentes
que tratan sacarnos de la infracultura que padecemos la mayor parte
de los alumnos. Algunos aún en esta etapa de nuestras vidas nos
alientan y nos enfocan hacia el aprendizaje, hacia el sentido común,
la lectura diversa e incluso nos hablan en voz baja del régimen y
sus desmanes.
Me cabrea que por ser
universitario no me quieran coger en las obras cuando quiero sacar
unas pelas para disfrutar de algún viaje este verano; me dicen que
los que son como yo, vienen a malear el ambiente y
prefieren gente callada, ruda y obediente que sepa dar el callo
hasta la madrugada si fuera necesario; de modo que me apunto a las vendimias, a cortar madera a Canadá, a limpiar el metro en París y así de paso voy aprendiendo idiomas.
Tras la carrera ya puedo
llevar alguna contabilidad y el dinero va aflorando en pequeñas
cantidades pero de manera constante, lo que me permite comprarme mi
primer tocadiscos portátil y pedirle a Efrén que me traiga
sencillos de Londres imposibles de conseguir aquí.
Hay guateque este fin de
semana en casa de la Dulce, y la cosa promete, tras algún cambio de
pareja la cosa se estabiliza y estoy de suerte, porque me toca con
Michelle. Dicen que con las francesas todo va sobre ruedas, pero yo
me encuentro con un muro; puedes apretujarla a placer, la puedes
besar hasta desaparecer dentro de su boca, pero la mano por la cadera
y en cuanto se te desliza un poco más abajo, te coge la tuya con
delicadeza y te dice “la man isi tultamp” (la mano quieta aquí nene).
Lo siguiente que veo es a
la Conchi; recuerdo la manía que la tenía, lo delgada que estaba,
esos pelos de bruja y como procuraba evitarla cuando andaba tras de
mí; ahora es la mujer que me ha dado mis cinco hijos. Que cosas
tiene la vida.
Ese abuelo con cacha que
va por la acera soy yo, no parezco tener muy buen aspecto, andaré
por los ochenta y nueve, ya no pataleo, ni grito a pleno pulmón, ya
no doy manotazos al aire, ya no tengo curiosidad por mirar lo que
tengo delante de mí, solo pienso y repienso, siempre la misma frase
destructiva, siempre el mismo lamento, ese dolor físico y moral que
todos sentimos alguna vez a lo largo de la vida.
Al final siempre aflora
el pensamiento: “Puta vida, cuando estamos pletóricos no
sabemos disfrutarla y cuando parece que aprendemos el cuerpo ya no
nos lo permite”. “Pura vida”.