Era una hermosa tarde de
tormenta eléctrica, en cualquier momento el cielo caería sobre mí
roto en pedazos y sin embargo ese estado en el que me encontraba que
podríamos denominar “en trance”; en el que mi espíritu mantenía una perfecta simbiosis con el universo me permitía vivir aquellos
momentos alejado de todo miedo y cercano como nunca en mi vida a los
dones que la madre naturaleza me prodigaba.
El aire entraba por mis
fosas nasales a raudales, el viendo y a ratos algunas gotas de lluvia
acariciaban mi piel con fuerza pero con dulzura, con pasión pero con
delicadeza y en ocasiones la misma emoción erizaba mis cabellos de
un modo casi imperceptible.
Tumbado en la hierba en
pleno monte a unos cien metros del cauce de un río que parecía
vibrar con la violencia desatada, miraba pasar las nubes y me
regocijaba escuchando el ruido de las hojas al tiempo que podía
observar como las copas de los árboles bailaban acompasadamente al
ritmo de las sucesivas ráfagas de un viento que hacía estragos en
mi corazón con las notas musicales que arrancaba de la hierba, los
troncos y los arbustos que me rodeaban.
Durante instantes que se
me antojaron infinitos, nada rompió mi comunión con el placer más
infinito, hasta que el aire embrujado me convidó a unas pocas
palabras.
.- ¡Hola!. ¿Te importa?
No se porqué no me
sorprendió su presencia, y sin embargo no me salían las palabras de
modo que un sencillo gesto fue suficiente para que ella se tumbase a
mi lado.
Durante un tiempo
imposible de valorar, no nos dijimos absolutamente nada; pero bastó
un solo instante, para que ambos nos giráramos cada uno en un
sentido y así enfrentados cara a cara, y totalmente unidos ambos
cuerpos, comenzamos a devoramos las entrañas con la mirada.
Para lo que sucedió
después, no ha nacido narrador, pues las palabras no bastan para el
cúmulo de acontecimientos, sensaciones y enajenaciones que se
sucedieron por un espacio que se me antoja duró toda una vida.
Como vino se fue; ya no
eran necesarias las palabras. Completamente inmóvil y aunque no lo
deseaba una fuerza superior me hizo girar la cabeza a tiempo para
verla desaparecer entre los árboles.
No se si es que era incapaz o
que no lo deseaba, pero permanecí petrificado en el mismo lugar
relamiendome con lo sucedido y reviviendo cada instante, consciente
de que el tiempo pasado jamás se recupera. No me hubiera importado
quedarme así toda la vida, no me hubiera importado morir en aquél
instante, porque ¿qué puede haber en la vida que supere aquello?.
Pero somos piezas de una
realidad que nos domina y al día siguiente había instituto, en casa
mis padres me esperaban para darme una bronca monumental, y durante
muchos días, no fui más que un monigote sordo y ciego pero con una
memoria prodigiosa.
La busqué por todos los
rincones, por los barrios más recónditos de las más lejanas ciudades
del mundo, pasé hambre, frío y vejaciones por mi descuidado
aspecto, pero jamás la encontré.
Aún hoy, cuando estoy
llegando al final de mis días, sigo aferrado a aquella tormenta y
solo ahora me doy cuenta de que por tratar de revivir un solo
instante del pasado, no he podido hacer feliz a quien me ha amado
durante más de sesenta y cinco años.