Era
un experto en hacer castillos en el aire, pero sobre todo, era un
consumado artista construyendo castillos de arena. Los hacía con sus
torretas de vigilancia, los protegía correctamente con enormes
murallas, con sus fosos, y con sus esquinas circulares perfectamente
fortificadas, incluso les añadía un hermoso puente levadizo de
gruesas cadenas. El resultado, era una obra de albañilería
perfectamente calculada, donde cada cosa estaba en su sitio y cada
espacio necesario.
Su
labor de constructor se desarrollaba tanto durante la noche, como
durante el día, pues era capaz de desarrollar otras labores y al
mismo tiempo dedicarle tiempo a sus ilusiones.
Un
día por fin, unos amigos le llevaron a una playa cercana; los
primeros instantes se los pasó mirando el mar con unos ojos como
platos, pero enseguida observó la arena húmeda y un placer
indescriptible le recorrió la médula espinal. Aún así se tomó su
tiempo, y salivando como un perro ante su plato preferido de comida,
puso manos a la obra y comenzó su primer castillo real.
Se
llevó una gran decepción, ya que fue incapaz de completar tan solo
un minúsculo cuadrado antes de que toda su gran obra se convirtiera
en un vulgar montón de arena. ¿Cómo era posible?. Se lo había
imaginado tantas veces que pensó que sería coser y cantar. Sus
amigos le hablaban sobre las dificultades de conseguir cosas en la
vida, de que había que tener ciertas dotes para realizar ciertas
tareas; le arengaban sobre la pérdida de tiempo que suponía
dedicarle tanto tiempo a esa tarea que al final había supuesto para
él una gran decepción.
Aquella
noche no hubo castillos, no hubo arena, no hubo esperanza y por lo
tanto no hubo ningún proyecto futuro, como acostumbrara
anteriormente. Y sin embargo, y a pesar de los reiterados “no
sirves para esto”, “déjaselo a los especialistas”; a la mañana
siguiente, volvió por sus fueros y siguió construyendo castillos en
su mente, porque definitivamente eso era lo que quería hacer con su
vida y desde entonces dejó de escuchar aquellos consejos que le
invitaban a cambiar de rumbo.
Durante
años volvió a aquella y otras playas; en los comienzos se
enfurruñaba cuando el agua salada tomaba contacto con su obra, pero
con el tiempo comprendió que hasta los mayores éxitos son efímeros
como la propia vida y a partir de ahí un gran cambio transformó su
vida.
Incansable, continuó con la tarea intentando perfeccionar cada uno de los detalles de su castillo y con el tiempo, fue capaz de construir
hermosos castillos y disfrutar incluso cuando las olas inundaban sus
murallas y los convertían en simple arena de playa. Fue entonces
cuando se percató de que a menudo se agolpaban un gran número de
personas alrededor que durante algún tiempo distrajeron su atención
hasta el punto de ver por sí mismo que no solo no estaba mejorando,
sino que al contrario, cometía despistes y olvidaba a veces una
torre, a veces una puerta o incluso varias almenas.
Luego
llegó la mejor época de su vida como constructor de castillos, pues
hizo oídos sordos a la mayoría de los halagos y se dedicó a tiempo
completo a su obra, de modo que cuando no estaba en la playa,
dibujaba en un folio su próximo castillo sabiendo que aunque la
perfección absoluta no existe, podría llegar a alcanzar el mayor
grado posible como constructor de castillos de arena; era consciente
de que no siempre iba a conseguirlo y que ese era el precio que
quería pagar con gusto y fue tras esta etapa cuando por fin pudo
vender el primero al que siguieron otro, otro y otro.
Un
día le llamaron de un famoso programa de televisión y nunca
olvidará aquella pregunta: “¿Cómo eres capaz de vender algo tan
poco duradero como un castillo de arena?”. Su respuesta le salió
del alma: “Mire usted, es muy sencillo; en realidad, la gente no
quiere mis castillos, lo que desea comprar son mis ilusiones”.