No
éramos más que cuatro pelagatos pero estábamos dispuestos a
realizar un viaje cuyo pronóstico nos era desfavorable. La cita era
para el domingo temprano, pero como quiera que alguno se pasó
festejando la noche anterior, decidimos atrasarla a las nueve de la
mañana.
Como
cada cual vivía en una localidad, me tocó salir el primero y volver
el último, así que recogí a Rodolfo (un
artista amasando), luego nos acercamos hasta cierto
lugar que en tiempos prerromanos llamaban “Paemeiobriga”,
y algunos más atrevidos “la villa del buen vivir”;
aunque no se yo, porque mira uno la historia y cuentan los entendidos
que allí anduvieron franceses e ingleses a la greña saqueando la
ciudad y sus gentes y claro, por no ser menos, allá por el 34,
mineros de cuencas próximas tomaron la ciudad y saquearon vecinos y
edificios por partes iguales.
En
fin que allí recogimos a Calixto (sus padres querían
ponerle Caralisto, pero el funcionario dijo que eso no era nombre de
santo y hubo que callar ante el inquisidor) y más tarde a
Dorotea, el primero uno de los mayores torturadores de fierros que se
conocen por los contornos y ella una poeta empedernida (y
un tanto rara) que lo mismo rima por seguiriyas que por
tercetos gallegos.
Una
vez todos en la tartana, nos fuimos al lío, y justo cuando llegamos
a la altura del tejo milenario, nos paró un fulano al grito de “por
ahí no se pasa”. Por un momento nos acojonamos un poco
porque llevaba un azadón de esos que llaman de pico al hombro, que
no daban muchas ganas de discutir. Pero no, solo quería advertirnos
que la carretera estaba cortada; así que mientras por un lado
respirábamos tranquilos, por otro se nos recortaron las
expectativas. Afortunadamente el buen hombre nos indicó otro
recorrido por el que tal vez...
Fue
dejar el coche y “to parriba”; no
habíamos andado ni cien metros cuando nos encontramos con una pareja
del lugar que llevaba nuestra misma dirección y que tras un par de
frases se ofreció a acompañarnos. Ella se llamaba Irena y el otro
Damián; la chavala se puso delante con la Dorotea y no pararon de
pegar la hebra durante un buen rato, cosa rara porque la Dori no abre
el pico así la maten.
Nosotros
unos metros por detrás (y con la lengua fuera todo
hay que decirlo), hablábamos de cosas...que si el Donaldo
se hacía las italias, que si tal y que si cual el caso es que
llegamos a lo que debió ser una curva antes de las lluvias y que
ahora era un socavón enorme. Valoramos la situación y decidimos
democráticamente (ellas) que se podía
pasar, de modo que haciendo de tripas corazón y con más miedo que
vergüenza las seguimos poniendo cara de poker. A menos de un
kilómetro otra vez la misma jugada (pero el furaco
más grande), cada vez que pisabas se hundía la tierra y
te arrastraba para abajo, ellas como pesaban menos que un jilguero
pasaron sin problemas, pero alguno se llevó algún que otro
guarrazo, de modo que tocó ir con el culo mojado el resto del
camino.
¡Por
fin! Llegamos a nuestro destino. Calixto y yo la
verdad es que no estábamos para muchos trotes, pero después del
favor de acompañarnos no le íbamos a hacer un feo a Damián; así
que cedimos a la propuesta de visitar la cueva de un famoso eremita
de nombre San Juanacio, más conocido por estos pagos por San Genadio
que las palmó en el pueblo donde nos esperaban para comer, y que por
lo visto en la pelea por los restos; Astorga ganó su cabeza y
Valladolid el cuerpo (así se las gastaban entonces);
al parecer no solo había una sino varias cuevas de San Juanacio, de
las que algunos creyentes extraían tierra y cualquier objeto como
remedio medicinal; luego nos contó no se qué de unas famosas piezas
de ajedrez, pero ahí ya me perdí.
Otra
vez “tóparriba”. La Dori y la Irena,
dale que te pego a la lengua, Calixto que no paraba de toser (yo
creo que para que no se le escucharan los juramentos) y yo
deseando que se convirtiera en realidad lo de: “está
aquí al lado”. Por fin llegamos, entramos en la covacha
y nos llevamos la sorpresa de que las chicas no estaban. A ver si se
las ha llevado el santo, dijo Calixto sonriendo; pero Damián nos
dijo que seguramente estarían en otra cueva más allá; (No
me jodas dije para mis adentros, ¿otra?).
Por aquí nos dijo (¿cómo? este está loco dije
otra vez para mis adentros); quería meternos por un
despeñadero donde casi no entraba un zapato, por suerte ya volvían
las chicas, de modo que aprovechando la cosa, solté un “jo
que tarde, se nos va a enfriar la comida” y como no hubo
objeción tomamos el camino de vuelta.
Ya
en el restaurante, nos encontramos con un jambo alto y medio rubio,
que llevaba un pantalón, no se si de prisionero o de bucanero; decir
que estaba fumando un trujas sería mucho decir; tras los saludos de
rigor entramos y detrás nuestro el pirata que resulta que era el
puto jefe. En la mesa de al lado estaba sentado un jamelgo comiendo a
cinco o seis carrillos acompañado de una jamona con cara de susto
(seguro que pagaba ella). El filibustero
se manejaba con un aire de saber de qué va esta vida que me llamó
la atención; era un filósofo moderno, una especie de ermitaño
dedicado a saborear la vida sin pausa pero sin prisa.
La
vuelta fue el acabose; no sabría calcular los litros por metro
cuadrado, pero si no es porque al llegar al pueblo, Irena y Damián
nos ofrecieron su mansión para secarnos y cambiarnos, hoy seguro que
no estaría contando tantas mentiras.
Lo
de la casa, (un cartel en la entrada decía:
CASA DEL VIENTO Y EL AGUA)
alucinante; una especie de anarquía ordenada, donde hasta el huerto
llamaba la atención, un local donde cada cachivache vagaba a sus
anchas, y un pozo que no era pozo; el asunto es que uno se sentía
como invitado de la propia casa, como si esta conscientemente, tomase
decisiones sin contar con sus dueños. Uno se encontraba allí en la
gloria, pero había que trabajar al día siguiente y no creo que
pensaran sacarnos más jamón (no les dejamos ni una
raspa), de modo que nos despedimos algo avergonzados de
aquella pareja tan amable y nos volvimos por donde habíamos venido.