RINCÓN POR RINCÓN: LEÓN

RINCÓN POR RINCÓN:  LEÓN
La catedrál y al fondo montes nevados

4 ago 2018

Al lío...

Los que me conocen, saben bien que no soy amigo de polémicas, pero es que hay veces que te ponen en el disparadero y no queda más remedio que entrar al trapo y por derecho. Esto que voy a relatar, no me atañe a mí directamente, pero viene bien como ilustración.

Cierto día de verano, estaba Don Manuel con su clase en el jardín de San Francisco a la sombra de los árboles leyéndonos algo de un tal Juan Valera por aquello de aprender vocabulario.

No era la primera vez que algún curioso se estacionaba por los alrededores para escuchar los relatos vespertinos, pero no sé si por el calor o porqué ese día había media docena; entre ellos, Juan el gitano, Lucas el de los futbolines, Asensio el sereno, otros dos de los habituales que nadie conocía más que de vista y algunos más primerizos.

Don Manuel a lo suyo que no en vano había pasado una guerra y no se le había visto apurado, ni cuando el incendio de la catedral, y eso que estaba dentro con no se que cofradía religiosa cuyo título no recuerdo exactamente ahora mismo (los cucos, los cocos o los cacos...).

Sucedió en un instante para sorpresa y disfrute de la mayoría de alumnos.

  • Oiga usté ¿eso es lo que enseñan a los guajes en la escuela?. Un respeto que yo me he ganado la vida entre el respetable.
  • José el gitano que no se callaba ni dormido, se ve que no pudo menos y le arreó al protestón una colleja en el pescuezo a mano abierta que lo mandó contra un árbol y el hombre comenzó a sangrar por la ceja como un marrano.
  • Dos de los nuevos (tal vez amigos) al ver la sangre se lanzaron a por el gitano a la vez; y mientras el sereno terciaba por lo legal, el Lucas que curiosamente con el José ni agua, se arremangó y recordando tiempos de la legión preparó allí la de dios es cristo.
  • A todo esto Don Manuel que estaba algo sordo (pero no tanto) seguía con la letanía, para cuando llegaron los municipales ya había pasado la gresca, pero no se había interrumpido la lección en ningún momento, aunque lo que es yo no me había enterado de nada (de lo leído digo).
    Dejo aquí recuperada, la culpable lectura que mi amigo Cidón copió a mano, gracias a la voluminosa biblioteca de su padrastro, que todo sea dicho de paso libros no prestaba (tal vez por eso tenía tantos):
Sublime espectáculo, sin duda, es ver a un mozo gallardo, sin más defensa ni escudo que flotante velo rojo, vestido de seda, más aderezado para fiesta o baile que para brava y terrible lucha, ponerse delante de irritada y poderosa fiera, llamarla a sí y darle muerte pronta, cayendo sobre ella con el agudo acero. Si, por desgracia, fuere el lidiador quien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral, tendrá no poco de hermosa, y la compasión y el terror que causare estarán purificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la tragedia, escritas por el gran filósofo griego. Lo malo es que para llegar a este trance de la muerte tenemos que presenciar antes el brutal, largo y rudo suplicio del noble animal destinado a morir; tenemos que ver acribillada su piel con pinchos y garfios, que se quedan colgando, si no se los arrancan con las túrdigas del pellejo; y tenemos que contemplar asimismo la inmunda crueldad con que son tratados los infelices jamelgos. Ellos sirven de diversión en las convulsiones y estertores de la agonía; derraman por la arena su sangre y sus entrañas; se pisan al andar el redaño y los sueltos intestinos, y andan, no obstante, a fuerza de los espolazos del picador, y en virtud de los palos que sacude en sus descarnados lomos un fiero ganapán, quien innoble y grotescamente va por detrás dando aquella paliza, a fin de aumentar el dolor y sacar del dolor un resto de movimiento y de energía en un ser moribundo, que, si no tiene pensamiento, tiene nervios y siente como nosotros. Con escenas tales no debiera haber tan duro corazón que a piedad no se moviese, ni sujeto de gusto artístico y de alguna elegancia de costumbres que no las repugnase por lo groseras y villanas, ni estómago de bronce que no sintiese todos los efectos del mareo.
En resolución, la muerte del toro es bella, si el matador atina y no pasa de dar dos o tres estocadas; pero, francamente (hablo con sinceridad; yo no soy declamador ni aficionado a sentimentalismos), lo que precede es abominable por cualquier lado que se mire.
Repetimos, a pesar de todo, que los toros seguirán. Nosotros mismos no nos atrevemos a pedir que se supriman, porque hay en ellos algo de poético y de nacional que nos agrada. Nos contentaríamos con ciertas reformas, si fueran posibles. Casi nos contentaríamos con que no muriesen caballos de tan desastrada y fea muerte.”