Eran en su mayoría gente
fornida, a veces bajo la luz de las candelas viéndoles desfilar
antes de romper filas como si de una cofradía se tratara; podías
ver ese aire siniestro y hasta espectral que infundía temor a aquellos
niños que pasaban sus primeras vacaciones en el pueblo; para el
resto de la chiquillería, solo era la transformación diaria de sus
padres, sus tíos, sus primos, sus abuelos e incluso alguno de sus
hermanos tras cada jornada laboral.
Don Manuel nos habló en
una ocasión de un pequeño roedor al que la gente apodaba “minero”;
lo recuerdo ahora después de tantos años como si fuera un
descubrimiento, porque en aquellas tardes de toros en la escuela,
aunque el maestro aprovechaba cada descanso para intentar meternos
retazos de vida en la sesera, terminada la clase, solo se hablaba del
famoso “cordobés”, de su valentía ante la bestia y de lo que
don Manuel denominaba “arte”. Le doy un par de vueltas y concluyo
que este ratón también era un artista haciendo galerías para
entrar y salir de su hogar, incluso para despistar que en eso son muy
finos los ratones.
Me imagino el pueblo al
anochecer, sus luces amarillentas, y soy capaz de reconocer solo por
las siluetas a cada una de las mujeres que en aquellas desvencijadas
casas habitaban. Son tan fornidas como los hombres; pero todo el mundo
sabe que tienen otras cualidades sin las cuales muchos hogares
estarían ya vacíos. A estas horas están trajinando en la cocina a
la espera de que “sus hombres” vuelvan del tajo. Este mes no ha
sido fácil apañárselas para componer una mesa decente, trabajan
como perros por un escaso jornal repiten ellas a menudo. En esta casa
que es precisamente la de Domitila no están tan mal; se parten la
pana tres adultos, el mayor (su marido) de treinta y ocho, el mediano
de veintidós y el pequeño de trece.
Hoy a venido el patrón a
dejarse ver por el pueblo; demanda un mayor esfuerzo a sus lacayos;
antes solía visitar algunas casas pero las mujeres no dejaban de
darle la vara con sus exigencias, que si hay que arreglar esto, que
si aquello, que si no ganaban para ropa, y que qué le importaban a
él unas pocas perronas cuando sus hombres se jugaban la vida para
hacerle más rico... el patrón asentía como el cura, pero ni el uno
ni el otro hacían nunca nada. Ahora solo habla con Jacinto y
Ciprianín, (que el diablo les lleve); ellos le ponen al día sobre
quien comenta esto o aquello, quién trabaja o quién flojea; justo
cuando le están hablando de Nico y de sus repetidas borracheras,
suena la sirena.
Todo el mundo sale de sus
casas, unos con lentitud y otros a la carrera. Niños, mujeres, y
cualquiera que no esté impedido abandonan cualquier tarea y acuden a
su cita periódica; es un ruido horrible que se te mete dentro; no de
los oídos, sino del corazón hasta estrujarlo como si fuera una
esponja que se va quedando seca. Ramiro que está jubilado de la mar,
llora silencioso, porque recuerda otras sirenas y otros hombres que nunca
volvieron; tiene un pálpito que desgraciadamente se cumple. Van
pasando las horas y llegan noticias; tras el silencio sepulcral,
llantos y lamentos confirman la gravedad de la situación; una
explosión; de momento nueve muertos y muchos atrapados a casi
cuatrocientos metros a los que se está intentando hacer llegar
oxígeno. Buscan al patrón pero no aparece, sin embargo al cura no
hace falta llamarlo.
Son solo recuerdos, pero
hay algo que no consigo borrar de mi memoria. Veo avanzar hacia mí
una nítida apariencia oscura, los ojos, alegres porque han salido,
tristes porque mañana tendrán que volver a bajar pero sobre todo
rojos como tizones de tanto restregarse, intentando descubrir otra
realidad. Veo también acompañadas en su soledad, varias mujeres
vestidas de negro, algunas con su bebé en brazos, otras dos
apretando la mano de niños muy pequeños; la mirada fría como un
carámbano y por dentro, un luto eterno que comenzó con sus abuelos,
continuó con sus padres y sus maridos y hoy, se repite por desgracia
con sus hijos.