Su nombre era Juventino,
pero todo el mundo le llamaba Juven lo mismo que a su abuelo que en
paz descanse. Dicen que era un hombre muy reservado, de tez muy morena, que las palabras que salían de su boca, eran las justas, ni una de
más, pero tampoco de menos; ancho de hombros, estatura media tirando
a alta; no alcnzaba el perfil de enjuto, pero a pesar de tener músculos
fuertes y resistentes, daba una falsa impresión de delgadez; el poco
pelo que se adivinaba ya algo cano y hablan de una cadencia de voz pausada como de estar cansado.
Vestía un pantalón
ajustado que no le llegaba ni a la rodilla, junto a una camiseta
también muy ajustada con grandes bolsones sobre los riñones, unos zapatos negros, calcetines blancos además de un
casco con secciones abiertas para el aire y montaba una bicicleta de
carrera de esas que ahora llaman de carretera.
Justo en el momento que
trato de describir, sudaba a mares, a pesar de tener el cuello hundido, tenía una mirada ausente de rumbo, como si estuviera
desorientado y se le oía respirar con cierta dificultad. Acababa de
subir un gran puerto y los grandes desniveles junto a la larga
distancia acumulada en el llano, seguramente, le habían generado una
gran fatiga. Tengo la visión fugaz de una caída a cámara lenta,
pero en realidad, se desplomó en un instante sobre su bicicleta,
perdiendo el conocimiento en la caída o tal vez fuera la pérdida de
consciencia lo que la provocó. Alguien me susurró al oído “este
tío está muerto”, pero agoreros les hay en todas partes.
Por más que la gente
agolpada a su alrededor tratase de recuperarle, no daba signos de
ello, de modo que alguien llamó al ciento doce, aunque al final
quién apareció fue un helicóptero de la Guardia Civil que se lo
llevó al instante.
No se si fue al día
siguiente o al siguiente, cuando tomando un café en el barrio leí
la noticia en el diario local; el titular hablaba del desvanecimiento
de un conocido deportista (J.G.F) a causa de un golpe de calor y de
su inmediato fallecimiento; me puse triste con la lectura, porque
aquél hombre tenía cara de buena persona, y siempre pienso en la
cantidad de cabrones que andan jodiendo la vida al personal por ahí
tan panchos.
Algunos de los testigos
presenciales decían que había caído, como “fulminado por un
rayo”, que casi no había tenido tiempo de sacar los pies de los
rastrales; alguno aventuraba una ligera sonrisa del finado mientras
apoyaba sus antebrazos rendidos sobre el manillar. Sea como fuere, el
caso es que días después, aquello generó una gran polémica sobre
si aquello eran locuras, actos de fe, o cordura mal entendida por los
profanos.
Yo no entiendo mucho de
eso, pero no puedo evitar la visión de un hombre cayendo a cámara
lenta sobre su bicicleta, y pienso que quién soy yo para juzgar lo
que cada uno hace con su vida, quién soy yo para aventurarme en los
pensamientos de otra persona si ni siquiera después de setenta y
cinco años conozco los míos. Vuelvo de nuevo a viejos pensamientos
y me pregunto, porqué nos da tanto gusto meternos en la vida de
gente que nunca nos ha perjudicado, y sin embargo somos tan
permisivos con quienes tienen como forma de vida provocar
sufrimientos a la humanidad.
Pienso que tal vez de no
haber estado allí, no albergaría ningún tipo de sentimientos hacia
aquél hombre, y me sorprendo hablando en voz alta: “Juven,
amigo, espero que hayas tenido una buena vida”.