Qué cabeza la mía;
¿cómo se llamaba?
Fue durante las fiestas
del pueblo de mis abuelos, no se que edad tendría yo exactamente,
pero aunque tengo unos recuerdos muy dispersos, los sentimientos son
tan maravillosos, que aún me emociono con los pocos que me
quedan.
Era la noche grande y
oscura, tanto que en algunos puntos del pueblo había que encender
los mecheros porque en cualquier momento podrías caer en cualquiera
de las múltiples zanjas de una obra que el ayuntamiento había
acometido, justo unos días antes de las fiestas. Nos pasamos gran
parte de la noche cantando lo que hoy me parece una estúpida melodía
´compuesta solo de seis palabras: “Marujaaaa, tira un pedo que
rujaaaa”. Evidentemente con los años todos cambiamos, porque en
aquellos momentos todos nos reíamos como locos.
Serían como las dos de
la madrugada y los componentes de la orquesta volvían ya cansados al
entarimado tras un pequeño receso de media hora; yo había hecho
buenas migas con una asturiana que veraneaba todos los años en un
pueblo cercano por aquello de la silicosis de su padre y el benigno
clima leonés. En una de estas, nos quedamos retrasados del grupo,
nos acurrucamos en una esquina y tras un leve roce sin querer,
empezamos a besarnos, primero como de tanteo y luego con ganas; le
cogí de la mano, nos fuimos a la huerta del tío Ambrosio, y nos
tumbamos bajo la nogala; pero ¿cómo se llamaba?.
Varios años después nos
encontramos donde la plaza de Regla; ya hacía unos segundos, que
incomprensiblemente se me había desbocado el corazón; dicen que es
un lugar mágico, ya que no en vano es el punto más alto de la
ciudad y tras unos segundos de silencio durante los cuales, solo
nuestros ojos hablaron, nos volvimos a coger de las manos como antaño
y nos perdimos entre las callejuelas de la ciudad; pero, ¿cómo se
llamaba?
Han pasado ya muchos años
de aquello, pero aunque sigo sin recordar su nombre, mi corazón
tamborilea al son de mis pensamientos.
En una ocasión en “otras
fiestas”, coincidimos varios de aquél grupo, y fue una
satisfacción enorme que me recordaran su nombre; inmediatamente lo
apunté con disimulo en un papel y me lo metí en el bolsillo junto a varios
billetes de cien para no perderlo.
Han pasado dos o tres
años desde entonces y no se que hice ni con su nombre, ni con los billetes; seguramente
no le di importancia porque lo volví a recordar durante mucho
tiempo; hasta hoy.
Qué cabeza la mía...
¿cómo se llamaba?
Pero... qué cabeza la
mía, ahora, además de su nombre he dejado de recordar otras cosas.
Qué cabeza la mía...
¿Cómo era su rostro?