Andaba yo el otro día cavilando,
tumbado en mi hamaca bajo un cielo totalmente estrellado y una ligera
brisa que se restregaba contra las hojas del nogal de mi vecino,
cuando me dio por pensar qué podría sentir un árbol tras un
incendio de esos que se premeditan todos los veranos.
No voy a ser yo quien diga que las
plantas tienen sentimientos, al menos tal como lo entendemos entre
los de dos piernas, es decir a esa parte afectiva que al parecer
bastantes seres humanos poseen y que otros muchos amplían al reino
animal.
Supongo que no habrá ninguna reacción
de ese tipo por parte de eso que conocemos como planta de tronco
leñoso, y sin embargo siempre hay reacción; a veces en días, a
veces en meses y en ocasiones en años.
El árbol en cuestión, supongo que
reacciona luchando por su supervivencia, no pierde el tiempo en
mirarse al espejo, no evalúa su belleza, no piensa en el futuro ni
en que dirán de él aquellos hermanos que tuvieron mejor o peor
suerte; simplemente se pondrá a trabajar en su propia regeneración
inmediatamente, con tesón, pero sin agobios.
Si fuera creyente tal vez juntaría un
par de ramas, inclinaría un poco su copa en señal de sumisión y
pediría por la pronta regeneración del terreno circundante, porque
sabios como son, entienden que cuando todo a su alrededor está en
armonía, ellos tienen mayores posibilidades de subsistir; pero no se
ha oído de ningún caso parecido entre árboles.
Continuaba yo dándole al magín, a
estas alturas de la historia algo triste por el devenir imaginario
del nogal vecino, cuando me hice una pregunta de esas que se hace uno
cuando no tiene otra cosa que hacer:
“¿Cómo puede ser tan
estúpido el ser humano comparado con un simple árbol?”.