RINCÓN POR RINCÓN: LEÓN

RINCÓN POR RINCÓN:  LEÓN
La catedrál y al fondo montes nevados

14 oct 2016

DECEPCIÓN



Por una calle cualquiera de tu ciudad, por el camino menos transitado del pueblo o disfrutando de una tarde de sol en tu playa favorita, o te pones gafas de indiferencia o inevitablemente verás una o incluso varias personas disfrutando de su deporte favorito que no es otro que correr.

La primera vez te sorprende un poco, pero con el tiempo la repetición de esta escena se convierte en algo tan habitual como la salida del sol cada mañana.

Cuando ya no te extrañas de encontrar gente que corre en el lugar más inesperado, te da por pensar si no te vendría bien a ti también esto de correr, al fin y al cabo muchas de las personas que ves, tienen pinta de cualquier cosa menos de deportistas avezados.

De modo que una mañana te levantas con el pie cambiado y decides salir a ver que pasa. Cuesta trabajo recuperar tus viejas zapatillas, pero el resto lo dejas a la imaginación, de modo que rescatas de la cesta de la ropa repudiada aquél pijama roto por la rodilla, le pegas un tijeretazo por el agujero, tratas de igualar la otra pierna y tras varios tijeretazos lo dejas porque de tantos cortes como le has pegado intentando equilibrar lo que parecían unas bermudas se han quedado en poco menos que un taparrabos.

No te dejas amedrentar por la situación y metes mano a uno de los elásticos de tu ex-mujer que aún cuelgan de su armario y repites operación pero esta vez con más cuidado. Finalmente consigues unos dignos pantalones deportivos que puede que marquen demasiado paquete pero no te arredras.

Una vez solucionados los 2/3 de la indumentaria, te metes dentro de una camiseta desgastada de esas que ya no usas, y te dispones a salir. Has perdido ya la cuenta de las veces que te has mirado en el espejo, pero decides verte una vez más antes de salir y una sonrisa de satisfacción te delata.

Ya tienes el pomo en la mano y te surge una duda, ¿Qué hago con las llaves de casa?. Un profesor de filosofía debería saber resolver un asunto tan banal como este, y efectivamente sueltas un cordón de la zapatilla del ojal, metes las llaves dentro, vuelves a meter el cordón por su sitio y tras un nudo doble respiras satisfecho.

Cierras la puerta de tu casa dispuesto a disfrutar de la aventura y te das cuenta de que no has cerrado con llave, sueltas un “ostras” que te sale del alma, intentas cerrar llevando el pié hasta la cerradura pero no eres capaz de girar la llave ni un cuarto de vuelta, vuelves a intentarlo varias veces sin resultado de modo que no te queda más remedio que sentarte en las escaleras, desatarte de nuevo el cordón, sacar la llave, cerrar la puerta y volverte a colocar las llaves en su sitio.

Ya te comienza a fastidiar todo esto, pero la decisión está tomada. Llamas al ascensor que por supuesto no te contesta, pero llega, sales a la calle te dedicas una última mirada y comienzas a trotar no sin sentir cierta satisfacción que se refleja en tu cara. Desgraciadamente el semáforo está rojo y tienes que inmovilizar tu ímpetu durante 68 segundos.

¡Por fin!. Has tenido que cruzar varios semáforos en rojo con lo que a lo tonto a lo tonto ya han nueve minutos desde que saliste y no has recorrido ni doscientos metros pero te sientes imbuido de un espíritu salvaje y para cuando llegas al río te ofreces feliz a los ojos de los transeúntes que deambulan por la orilla del río.

Las primeras veces miras de cuando en cuando a la zapatilla que porta las llaves, pero pronto te percatas de que no es necesario porque un ruido característico te señala que aún siguen ahí. No llevas ni cinco minutos zapateando y lo que comenzó siendo música celestial comienza a ser un estruendo, pues a cada paso el “clic” “clic” del juego de llaves te desestabiliza, de modo que decides soltarlas de su ubicación original y llevarlas en la mano.

Te dices que has tomado una sabia decisión cuando comienzas a sentir cierta molestia en la parte superior de algunos dedos del pié izquierdo, pero no le das importancia y continúas. Justo en el momento en que se te cruza por la cabeza un pensamiento (“Pues no era tan complicado esto de correr”), percibes que esa molestia se ha convertido en un dolor horrible que te obliga a parar inmediatamente. Te quitas la zapatilla y al ver alguno de los dedos ensangrentados comprendes que es una rozadura lo que te está matando.

Vuelves a calzarte pero la molestia es tan grande que decides volver descalzo. Afortunadamente no te has alejado mucho de casa, pero tienes el tiempo suficiente como para repasar todo el santoral de cabo a rabo.


En tu rostro se refleja un sentimiento de contrariedad al no haber podido cumplir tus expectativas y finalmente, te preguntas: “¿Merecerá la pena esto de correr?”.