Por una calle cualquiera
de tu ciudad, por el camino menos transitado del pueblo o disfrutando
de una tarde de sol en tu playa favorita, o te pones gafas de
indiferencia o inevitablemente verás una o incluso varias personas
disfrutando de su deporte favorito que no es otro que correr.
La primera vez te
sorprende un poco, pero con el tiempo la repetición de esta escena
se convierte en algo tan habitual como la salida del sol cada mañana.
Cuando ya no te extrañas
de encontrar gente que corre en el lugar más inesperado, te da por
pensar si no te vendría bien a ti también esto de correr, al fin y
al cabo muchas de las personas que ves, tienen pinta de cualquier
cosa menos de deportistas avezados.
De modo que una mañana
te levantas con el pie cambiado y decides salir a ver que pasa.
Cuesta trabajo recuperar tus viejas zapatillas, pero el resto lo
dejas a la imaginación, de modo que rescatas de la cesta de la ropa
repudiada aquél pijama roto por la rodilla, le pegas un tijeretazo
por el agujero, tratas de igualar la otra pierna y tras varios
tijeretazos lo dejas porque de tantos cortes como le has pegado
intentando equilibrar lo que parecían unas bermudas se han quedado
en poco menos que un taparrabos.
No te dejas amedrentar
por la situación y metes mano a uno de los elásticos de tu ex-mujer que
aún cuelgan de su armario y repites operación pero esta vez con más
cuidado. Finalmente consigues unos dignos pantalones deportivos que
puede que marquen demasiado paquete pero no te arredras.
Una vez solucionados los
2/3 de la indumentaria, te metes dentro de una camiseta desgastada de
esas que ya no usas, y te dispones a salir. Has perdido ya la cuenta
de las veces que te has mirado en el espejo, pero decides verte una
vez más antes de salir y una sonrisa de satisfacción te delata.
Ya tienes el pomo en la
mano y te surge una duda, ¿Qué hago con las llaves de casa?. Un
profesor de filosofía debería saber resolver un asunto tan banal
como este, y efectivamente sueltas un cordón de la zapatilla del
ojal, metes las llaves dentro, vuelves a meter el cordón por su
sitio y tras un nudo doble respiras satisfecho.
Cierras la puerta de tu
casa dispuesto a disfrutar de la aventura y te das cuenta de que no
has cerrado con llave, sueltas un “ostras” que te sale del alma,
intentas cerrar llevando el pié hasta la cerradura pero no eres
capaz de girar la llave ni un cuarto de vuelta, vuelves a intentarlo
varias veces sin resultado de modo que no te queda más remedio que
sentarte en las escaleras, desatarte de nuevo el cordón, sacar la
llave, cerrar la puerta y volverte a colocar las llaves en su sitio.
Ya te comienza a
fastidiar todo esto, pero la decisión está tomada. Llamas al
ascensor que por supuesto no te contesta, pero llega, sales a la
calle te dedicas una última mirada y comienzas a trotar no sin
sentir cierta satisfacción que se refleja en tu cara.
Desgraciadamente el semáforo está rojo y tienes que inmovilizar tu
ímpetu durante 68 segundos.
¡Por fin!. Has tenido
que cruzar varios semáforos en rojo con lo que a lo tonto a lo tonto
ya han nueve minutos desde que saliste y no has recorrido ni
doscientos metros pero te sientes imbuido de un espíritu salvaje y
para cuando llegas al río te ofreces feliz a los ojos de los
transeúntes que deambulan por la orilla del río.
Las primeras veces miras
de cuando en cuando a la zapatilla que porta las llaves, pero pronto
te percatas de que no es necesario porque un ruido característico te
señala que aún siguen ahí. No llevas ni cinco minutos zapateando y
lo que comenzó siendo música celestial comienza a ser un estruendo,
pues a cada paso el “clic” “clic” del juego de llaves te
desestabiliza, de modo que decides soltarlas de su ubicación
original y llevarlas en la mano.
Te dices que has tomado
una sabia decisión cuando comienzas a sentir cierta molestia en la
parte superior de algunos dedos del pié izquierdo, pero no le das
importancia y continúas. Justo en el momento en que se te cruza por
la cabeza un pensamiento (“Pues no era tan
complicado esto de correr”), percibes que esa molestia
se ha convertido en un dolor horrible que te obliga a parar
inmediatamente. Te quitas la zapatilla y al ver alguno de los dedos
ensangrentados comprendes que es una rozadura lo que te está
matando.
Vuelves a calzarte pero
la molestia es tan grande que decides volver descalzo.
Afortunadamente no te has alejado mucho de casa, pero tienes el
tiempo suficiente como para repasar todo el santoral de cabo a rabo.
En tu rostro se refleja
un sentimiento de contrariedad al no haber podido cumplir tus
expectativas y finalmente, te preguntas: “¿Merecerá
la pena esto de correr?”.