Se
llamaba Violeta, era hermosa, estupendamente bien proporcionada, pelo
tirando a castaño que habitualmente recogía muy arriba, formando
una pequeña cascada que se perfilaba sobre sus hombros
convirtiéndolos en una obra de arte; tenía una falda verde plisada
por todos los lados que le daba a uno la impresión de que en en vez
de andar danzaba y danzaba, tenía una sonrisa que te apresaba, y
unos ojos verdes que te dejaban pasmado. Ambos éramos quinceañeros,
con toda una vida y millones de expectativas por delante, y al
contrario que yo, que era un cero a la izquierda, Violeta, dominaba
los vericuetos de la física y las matemáticas como nadie.
Yo
no soy más que Juan, trabajo de conserje en un colegio de mi barrio,
gracias al regalo de un diploma que jamás merecí, pero supongo que
la vida está llena de chanchullos, y este me ha permitido
posteriormente estudiar y hacerme dos carreras. La gente me dice que
como sigo de conserje y yo les digo que me gusta este trabajo, que me
ha proporcionado casa, dinero y tiempo para hacer lo que me gusta,
como estudiar, ir de cuando en cuando al teatro y rara vez a la ópera
o simplemente leer o pasear.
Sinceramente,
no se cómo fue lo de quedar para estudiar juntos, porque aunque
hablábamos solo de vez en cuanto, sobre todo cuando nos
encontrábamos “por casualidad” a las puertas de su casa, no es
que me diera a mí la impresión de atraerla ni un pelín. Era sábado
o festivo; oprimidos por la coincidencia de exámenes finales y
fiestas locales, para mí resultaba muy frustrante ponerme a
estudiar, salvo en aquella ocasión en que me dirigía feliz a su
casa con los apuntes bien ordenados y mi cuaderno de notas como si
fuera a divertirme a una boda.
Este
fin de semana me voy a Madrid a ver La Dama de Bernarda Alba en
versión flamenca; tengo un gusto variado en lo musical, pero el buen
cante o la buena ópera me inspiran las mismas sensaciones que
algunas canciones melódicas e incluso que el mejor rock.
Subiendo
las escaleras iba un poco cohibido para que me voy a engañar, pero
pasar un rato con la chica de mis sueños, aunque fuera solo
para estudiar me parecía el mayor acontecimiento de mi vida. Su
madre increíblemente afable desde que me abrió la puerta, nos tenía
preparada una estupenda rebanada de pan con nata y azúcar que me
supo a gloria, y hasta que no nos la zampamos, no dio orden de “hala,
ahora a estudiar que tenéis los exámenes a la vuelta de la
esquina”. Fue una cosa extraordinaria, pues en menos de media hora
ya sabía hacer algunos de los ejercicios que en clase no había sido
capaz de comprender; que más puedo decir, que estábamos
en la gloria sentados uno al lado del otro.
Qué
vueltas que da la vida, y qué extraños sucesos acontecen. Ya estaba
instalado en mi butaca, el telón a punto de levantarse cuando la luz
de la linterna del acomodador le indicó un sitio a mi lado.
Casi
con cada película que he visto desde entonces, he sido invitado a
recordar aquellos instantes; a repetir paso a paso cada segundo de
aquél día. De sopetón, nos volvimos al mismo tiempo y casi nos
damos un cabezazo; ella dijo ¡uf!, y su aliento entró dentro de mí
como un soplo de vida, nos quedamos así un instante y no se de donde
saqué el valor para acercarme muy lentamente y escondiéndome en sus
ojos rocé sus labios. Fué el beso más leve, más intenso y más
gratificante que he dado jamás, ella puso su mano sobre mi pierna y
seguí mi manual de instrucciones callejeras que me decía que ahora
debía tocarla los pechos; solo fué uno que ahora siento entre mis
dedos gastados y aún hoy día subo al cielo solo con el regalo de mi
memoria.
Por
momentos sentía pellizcos en mi interior infinito, pero no
solo porque me estuviese gustando la obra que era genial, sino porque
sin conocerla estaba sintiendo fluir un montón de sentimientos que
yo diría afines entre mi vecina de butaca y yo, pues ya desde el
principio, nos hurtábamos recatadas miradas en la casi total
oscuridad que invadía todo salvo el escenario.
Comencé con un botón
cualquiera de su camisa (no se cuál), y entonces me dí cuenta de
que estaba acariciando una estatua; ni una palabra de sus labios,
ni un gesto de su cuerpo, la mano seguía sobre mi pierna, pero algo
no cuadraba en aquella escena. Con el sentimiento acentuado de
vergüenza que uno pueda tener a esa edad, retiré su mano que aún
seguía sobre mi pierna, recogí mis libros y apuntes, y al tiempo
que un perdón casi inaudible salía de mi boca, me fuí cabizbajo,
no sin antes tener inventar una excusa para su madre, que con toda
seguridad no se creyó.
Con
el primer descanso llegó la apoteósis, nos miramos un rato largo
sin inmutarnos por la gente que tropezaba constantemente con nuestras
rodillas buscando un turno rápido en el bar; yo fuí el primero en...