Nació en el seno de una
familia humilde, que es como se denominaban entonces aquellas en las
que el hambre estaba constantemente al acecho; sobrevivió a cuatro
hermanos mayores con lo que se convirtió en el mayor de la casa.
A los siete años entró
a servir de pastor para un comerciante del pueblo llamado Marcial;
desde aquél día hasta los setenta y ocho en que falleció (Don
Marcial); no dejó de pasar de un amo a otro; porque una vez que el
primero falleció, Andresito se encargó de la hacienda que mira tú
por donde, años más tarde vendieron con sirviente incluido a un
terrateniente de Ávila amante de los toros.
Nunca cobró una paga, y
a pesar de estar todo el día con las ovejas, las vacas, las
gallinas, los conejos, y cualquier bicho que puedas imaginarte, tenía
tiempo para limpiar cuadras y hacienda. Mas tarde llegaron los toros,
los viajes al campo, llevar y traer, traer y llevar sin descanso.
Nunca le faltó un trago
de leche, pero pocas veces probó alguno de los quesos o las pastas
de manteca que hacía el ama. Durante sus primeros cinco años se
tenía que buscar la vida, sisando un poco de aquí y allá para
poder llenar el estómago, jamás se le ocurrió pensar que tuviera
derecho a un sueldo. Con trozos de tela y algo de bramante, se las
iba apañando para tapar los rotos y descosidos de los pocos
pantalones que conoció ya no digamos nada de la chaqueta; única
prenda de abrigo que conoció en toda su vida laboral, es decir en
toda su vida.
Afortunadamente gastaba
el mismo pie que el señorito Marcial (que en paz descanse), de modo
que todo lo que tiraban, el lo guardaba a buen recaudo y no fue el
calzado precisamente algo de lo que estuviera necesitado, siendo
casualmente el último par de botas que le quedaba el que se llevó a
la tumba.
Nunca lo supo, pero tuvo
un hijo con aquella señora que siempre llegaba tarde a por su
cuartillo de leche; fue una hermosa noche de verano en que los amos
se habían ido de boda a los madriles; luego repitieron media docena
de veces más y pasados unos meses, ya no la volvió a ver más.
Han pasado ya sus buenos
setenta años, y se le removerían los huesos en la tumba si supiera
que el hijo fruto de aquella relación también tiene amos; cobra un
sueldo pero le da justo para pagar el alquiler y se las ve y se las
desea para comprar algo de ropa extra o para darse algún capricho,
pues a pesar de trabajar sus a veces doce horas diarias, viste con
decencia, pero come pobremente. Para colmo está el móvil que le
sale por un ojo de la cara, pero que se ve obligado a llevar
constantemente porque es el único medio por el que le avisan cuando
sale curro.
A esto le llaman
progreso; se habla mucho de gente que gana dinero en abundancia, de
negocios y grandes fortunas y es esa gente la que consigue que nos
olvidemos de los que dentro de esa marcha hacia adelante no consiguen
dar un solo paso, quedando atrapados en ese remolino millonario.
Son los criados.