Las posibilidades de
nuestro cuerpo y de nuestra mente no son ilimitadas, como algunos
deben pensar; no somos más que seres humanos (muy pomposamente
llamados “homo sapiens”) y ni siquiera somos, como muchos
piensan, el eslabón más importante del universo.
Menos aún comprendemos
el cada vez mayor alejamiento del ser humano respecto de sí mismo y
del resto de personas, pero más complicado se nos antoja aún
entender nuestra deslealtad con la madre naturaleza, que incluso
para algunos se ha llegado a convertir en un simple estorbo, una
traba para sus egoístas planes.
Estamos acostumbrados a
dar culto al cuerpo, y ello sucede cada vez con mayor frecuencia,
porque en estas últimas décadas, herederas sin fortuna del famoso
Siglo de las Luces que nos debería haber llevado a un mayor
conocimiento y comprensión del ser humano; lo que vemos es que ese
conocimiento solo se ha utilizado en gran medida para un desarrollo
industrial e insostenible y para rebajar en grandísima medida las
esperanzas de aquellos que menos tienen, desequilibrando
exageradamente la balanza hacia aquellos que lo poseen casi todo.
Existe al parecer un
orden cósmico, según el cual si tú sufres, yo sufro; si tú
sonríes, yo también. Esa disposición, ese mandato, dicta que en el
universo, todo tiene relación y que la diferencia entre tú y yo no
existe, ya que lo único real, aunque no palpable es la unidad de
medida a la que todos pertenecemos (el UNO). Claro que para
creérselo, hay que bucear muy profundamente dentro de uno mismo.
Ese culto al “yo” más
impersonal y estúpido, se ve agrandado por los medios que
“gratuitamente” han puesto al alcance de nuestros dedos, que
pueden en un santiamén teclear cualquier cosa que a la mente no
pensante se le ocurra, siempre con la esperanza de que alguien o a
ser posible muchas personas lo lean y ya sería el colmo que además
les “gustase”.
Por otro lado, aquello
que algunos esperaban obtener de los grandes cambios producidos
durante el siglo XVIII, se ve escorado a las más alejadas y
hediondas esquinas, donde se refugian unos pocos locos que escriben
artículos y poemas, o bien se compadecen de otros seres humanos, o
tratan de dar “luz” al instrumento que en su día hubo quien
pensó, nos sacaría de la miseria intelectual y social en la que
vivimos, la cultura.
Si Marie Madeleine
Piochet de la Vergne, Madame Olympe de Gouges o Lady Mary Chudleigh,
por poner solo tres ejemplos, pudieran desde sus tumbas atisbar
como vive la mujer siglos después, se decepcionarían enormemente al
ver qué poco hemos avanzado, y justo hoy en Barcelona, ha vuelto
a suceder.