Es prácticamente
imposible no asombrarse ante los acontecimientos que estamos viviendo
estos últimos años. Tal vez debería decir ante esa respuesta de
“hechos consumados” que la ciudadanía escucha como una letanía
y acepta en gran parte de buena fe.
Los que manejan el timón
de este barco que lo mismo podría ser España que Europa o incluso
el mundo entero, gobiernan sin ningún sonrojo para los ricos, y solo
para los ricos, gracias al resto de la humanidad, por lo general tan
amable y tan cándida que piensa que la única solución a sus
problemas está en las próximas elecciones.
La masa, generosa hasta
límites insospechados, es capaz de justificar los mayores desmanes
de nuestros políticos y a veces hasta es posible escuchar halagos de
los correligionarios de turno.
Hay varias claves para
entender esta postura, por el lado de nuestros gobernantes, tenemos
al “maldito parné”, ese “poderoso caballero”
del que hablaba hace ya algún tiempo uno de nuestros ilustres
escritores.
Hablar de dinero y no hablar de poder no tiene ningún
sentido, pues inevitablemente van de la mano. Hablar del vil metal y
no hablar de la corrupción que este genera es inevitable, y
encontrarnos sinsentidos al respecto es el pan de cada día, y como
ejemplo se me ocurre acudir a la relación existente entre la iglesia
y el capital a lo largo de los siglos.
Por el lado de los
gobernados (tal vez deberíamos decir “desgobernados”),
tenemos una herencia de cientos de años, viejas costumbres en las
que nos han querido dejar bien claro, que, para que el mundo sea
mundo, tiene que haber señores y vasallos, amos y criados, poderosos
y chusma.
Afortunadamente, hubo
épocas de la historia de la humanidad en la que algunos valientes,
(muchos de ellos mujeres), se tiraron de cabeza por el
precipicio de las reivindicaciones, y gracias a estas personas sin
monumento conocido, el mundo fue cambiando poco a poco a mejor.
Ahora que ya
prácticamente todos somos creyentes, sigue resonando en nuestros
oídos aquello de “ten fe hijo mío”, como si rezando un
padre nuestro se resolvieran nuestros problemas terrenales (que
para los ricos son los únicos que cuentan).
Menuda herencia la que
hemos aceptado recibir; que nos hace ver el azote del hambre, como
una forma de acercarse al cielo, mientras los que más se afanan en
propagar “su fe” comen sin duelo y lo que es peor, sin
remordimiento; en vez de ver niños y mayores desnutridos, que
necesitan la ayuda del prójimo, es decir la suya, la tuya y al mía.