Imagínese
usted un hombre llorando en la estación, recostada la barbilla sobre
el pecho, con los ojos fijos en el suelo, mientras en la ventanilla
de un tren, una joven, callada, muda, melancólica y triste estalla
en lágrimas y estampa sus labios contra el frío cristal al tiempo
que inexplicablemente su corazón salta de alegría, para luego quedar congelado, casi muerto, pues tras la primera impresión
alcanza a comprender cuán grande es la pena del hombre que ha
llegado con el tiempo justo para despedirla.
Tras ese
simple vistazo, una explosión de amor invade la estación; el hombre
levanta el rostro lentamente, hasta que sus ojos se cruzan en una
mirada ciega, fugaz pero infinita, estallando de repente, toda la
pasión del mundo en sus corazones.
Algunos
miran la escena con morbosa curiosidad, otros con gran pena, mientras
los demás recuerdan su propio pasado dolidos con la vida, sedientos
de justicia y de emociones pasadas.
El hombre
sonríe con una mueca rayana a la estupidez; la mujer ni siquiera lo
logra, su corazón a punto ya de partirse en pedazos implora una
tregua imposible mientras ensaya una sonrisa amplia y verdadera, pero
los labios y el resto de su cuerpo se niegan, aunque en sus ojos ¡lo
juro!, hay un poso de alegría, tal vez de esperanza porque durante
la comunicación invisible que mantiene con aquél espectro, ha
constatado que ya jamás viajará sola.
El hombre
por su parte, agoniza náufrago de la indecisión, al tiempo que un
grito desde lo más profundo pugna por salir a la vida, dilatándose
en el tiempo, mientras el tren huye con su amada...
-Pues no sé qué
decir; ¿tú crees que la gente pensará esas cosas?.
-Estoy convencido Don
Manuel.
-Están
chalaos. Venga, vale, pero aparte del 3% me tienes que hacer otra
estatua igual, pero más pequeña para la finca, que nunca se
sabe lo que puede llegar a valer esto, y no te preocupes que ya te
compensaré.
-Lo que
usted diga Sr. Alcalde.